Jesús había sido invitado a comer a casa de un amigo suyo llamado Simón. Ya habían empezado a comer cuando en la sala entró una mujer pecadora muy conocida en la ciudad.
La mujer, llamada María Magdalena, se acercó a Jesús y se arrodilló ante Él. Estaba llorando y sus lágrimas caían en los pies de Jesús. La mujer los besaba y los enjugaba con sus cabellos. Llevaba en la mano un frasco de perfumes y lo fue derramando en los pies de Jesús, sin dejar de llorar.
Simón, al ver lo que sucedía, pensaba:
- Si Jesús fuera profeta sabría que esta mujer es un pecadora y no dejaría que se acercara a Él.
Jesús adivinó los pensamientos de su amigo.
- Simón -le dijo-, tengo una cosa que contarte:
Un prestamista tenía dos deudores. Uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta. Viendo que ninguno podía pagar la deuda, les perdonó a ambos. ¿Quien crees, Simón, que estará más agradecido?
- Supongo que aquel a quien perdonó más -dijo Simón.
- Eso es -contestó Jesús- ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me dista agua para los pies; ella, en cambio, los ha regado con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso de bienvenida, y ella, desde que entró, no ha cesado de besarme los pies. Tampoco pusiste óleo en mi cabeza, y ella, en cambio, ha derramado sobre mis pies sus perfumes. Por lo cual debo decirte que le son perdonados sus muchos pecados, pues ha amado mucho.
Y dirigiéndose a la mujer le dijo:
- Perdonados te son tus pecados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz.
Y María Magdalena, que apenas podía contener la emoción ante la bondad de Jesús, se fue llena de consuelo.
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