Hacer el Viacrucis es recorrer un camino dramático y comprometido. Vamos a recorrerlo detrás de Cristo, tratando de aprender bien todos sus pasos y sus movimientos.
Pero sabemos que el recorrido no es material. Los pasos que tenemos que dar pueden ser hacia dentro, pueden ser hacia fuera, pero los movimientos que hemos de aprender de Cristo son los de su corazón.
Aprender estos movimientos no es fácil. Es entrar en un misterio de pasión y compasión, de dolor y de esperanza, de abandono y de presencia, de debilidad y de fuerza, de humillación y de gloria. Ahí se concentran todo el dolor del mundo y todo el amor de Dios.
Sabemos también que el camino del Calvario no se encuentra solo en Jerusalén. Hay muchos vía crucis en cualquier parte del mundo. Jesús los recorre todos. Nosotros los debemos de conocer.
"Por la mañana temprano volvió al templo y toda la gente se reunió en torno a él. Los maestros de la ley y los fariseos llegan con una mujer que había sido sorprendida en adulterio y preguntaron a Jesús:
- Maestro, esta mujer ha sido sorprendida cometiendo adulterio. La ley manda que sea apedreada. ¿Tú qué dices?
Jesús responde:
- Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra.
Al oír esto se marcharon uno tras otro, y dejaron solo a Jesús con la mujer. Jesús le dice:
- ¿Dónde están? ¿Ninguno de ellos se ha atrevido a condenarte?
Ella contestó:
- Ninguno, Señor.
Entonces Jesús añadió:
- Tampoco yo te condeno. Puedes irte y no vuelvas a pecar. (Juan, 8)
El episodio de la mujer adúltera a la que Jesús salvó de la condena a muerte, nos conmueve. En la actitud de Jesús no escuchamos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión: "Tampoco yo te condeno, ¡vete y no vuelvas a pecar!... ¡Esa es su misericordia! Siempre tiene paciencia... Grande es la misericordia del Señor.
"Llevaba nuestros dolores,
soportaba nuestros sufrimientos.
Aunque nosotros lo creíamos castigado,
herido por Dios y humillado,
eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban,
y nuestras culpas las que lo trituraban
Sufrió el castigo para nuestro bien
y con sus llagas nos curó." (Isaías, 53)
La obreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho de que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre.
"Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos. El hijo empezó a decir:
- Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
Pero el padre dijo a los criados:
- Traed, enseguida, el mejor vestido y ponédselo; ponedle también el anillo en la mano y las sandalias en los pies. tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado. (Lucas, 15)
No lo olvidemos: Dios siempre perdona y nos recibe en su amor de perdón y misericordia. Hay quien dice que el pecado es una ofensa a Dios, pero también una oportunidad de humillación para percatarse de que existe otra cosa más bella: la misericordia de Dios.
El ángel dijo:
- No temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. Concebirás y darás a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús. Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo; el Señor, Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la estirpe de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin.
María le dijo al ángel:
- ¿Cómo será esto, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?
El ángel le contestó:
- El Espíritu vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que va a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios.
María dijo:
- Aquí está la esclava del Señor, que me suceda según dices. (Lucas, 1)
María cumplió la voluntad de Dios poniéndose a disposición de quien la necesitaba. No pensó en si misma, se sobrepuso a las contrariedades y se dio a los demás. La victoria es de aquellos que se levantan una y otra vez, sin desanimarse. Si imitamos a María, no podemos quedarnos de brazos caídos, lamentándose solamente.
Pedro se acercó a Jesús y le dijo:
- Señor, ¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?
Jesús le respondió:
- No te digo siete veces, sino setenta veces siete. (Mateo, 18)
Estamos llamados a vivir de misericordia porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. Del perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir.
No había en él belleza ni esplendor,
su aspecto no era atractivo.
Despreciado,
rechazado por los hombres,
abrumado de dolores
y familiarizado con el sufrimiento;
como alguien a quien no se quiere mirar,
lo despreciamos y lo estimamos en nada (Isaías, 53)
Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio.
--Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos; sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te alojamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis. (Mateo, 25)
No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento; si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo; si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero. Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio; final mente, si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros.
Lo seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
- Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotros y por vuestros hijos... porque si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco? (Lucas, 23)
Al mundo de hoy le falta llorar. Lloran los marginados, lloran aquellos que son dejados de lado, lloran los despreciados, pero los que llevamos una vida más o menos sin necesidades no sabemos llorar. Solamente ciertas realidades de la vida se ven con los ojos limpios de lágrimas. Somos invitados a preguntarnos cada uno: ¿Yo aprendí a llorar?... Y esto es lo primero que tenemos que decirnos: Aprendemos a llorar.
Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que para una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros. Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperarnos; somos perseguidos, pero no quedamos a merced del peligro; nos derriban, pero no llegan a rematarnos. Por todas partes vamos llevando en el cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. (2Cor. 4)
Solo contemplando la humanidad sufriente de Jesús podemos hacernos mansos, humildes, tiernos como Él. No hay otro camino.
Por eso os digo: No andéis preocupados pensando qué vais a comer o a beber para sustentaros o con qué vestido vais a cubrir vuestro cuerpo. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido?
No os inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás. (Mateo, 6)
Esta es una bueno ocasión para hacer una invitación a la Iglesia a despojarse. ¡Pero la Iglesia somos todos! Desde el primer bautizado, todos somos Iglesia y todos debemos ir por el camino de Jesús, que recorrió un camino de despojamiento. Alguno dirá: ¿Pero de qué debe despojarse la Iglesia? Debe despojarse hoy de un peligro gravísimo, que amenaza a cada persona en la Iglesia: el peligro de la indiferencia hacia el pobre.
El que quiera venir detrás de mí, que renuncia a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará. (Lucas, 9)
En el fracaso de la Cruz se ve el amor que nos da Jesús. Hablar de potencia y de fuerza para el cristiano significa hacer referencia a la potencia de la Cruz y a la fuerza del amor de Jesús: una amor que permanece firme e íntegro, incluso ante el rechazo.
Cristo Jesús, siendo de condición divina,
no consideró como presa codiciable
el ser igual a Dios.
Al contrario, se despojó de su grandeza,
tomó la condición de esclavo
y se hizo semejante a los hombres.
Y en su condición de hombre,
se humilló a sí mismo
haciéndose obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó
y le dio el nombre que está
por encima de todo nombre. (Filipenses, 2)
La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.
La madre piadosa estaba
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía;
cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa
fiero cuchillo tenía.
Oh dulce fuente de amor
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo
y que por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él conmigo.
Cuando dirigimos la mirada a la cruz donde Jesús estuvo clavado, contemplamos el signo del amor, del amor infinito de Dios por cada uno de nosotros y la raíz de nuestra salvación. De esa cruz brota la misericordia del Padre, que abraza al mundo entero... La cruz de Jesús es nuestra única esperanza verdadera.
Yo os aseguro que el grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; solo entonces producirá fruto abundante. Si alguien quiere servirme, que me siga; correrá la m misma suerte que yo. (Juan, 12)
Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia de la muerte y resurrección de Jesucristo.