Sansón es uno de los jueces. Los jueces en la Biblia son personas normales a los que Dios elige para que, con su ayuda, salven al pueblo de Israel. Encontraréis su historia en el Libro de los Jueces de la Biblia. En los tiempos de Sansón, los israelitas estaban en manos de los filisteos, pues habían vuelto a ser infieles a Dios.
Sansón es especial desde su nacimiento, pues su madre era estéril, es decir, que no podía tener hijos, y estaba casada con un hombre llamado Manóaj. Sin embargo, un ángel de Dios se le apareció a su madre avisándola de que tendría un hijo, y que ese hijo estaría consagrado a Dios toda su vida, desde su nacimiento, y un signo de ello sería que nunca podría cortarse el pelo. Sansón creció, y su fuerza era tremenda. Podía con todo lo que se le pusiera delante: decenas de hombres, leones gigantes…, nada le daba miedo. La fidelidad y el amor a Dios le hacían tener esa fuerza. En la Biblia se nos narran muchos ejemplos para que entendamos cómo era la fuerza de Sansón, y lo mucho que lo odiaban los filisteos, pues siempre que se enfrentaba a ellos los derrotaba.
Cuando Sansón ya era mayor se enamoró de una mujer llamada Dalila. Era una mujer pagana y Sansón perdió con ella poco a poco su fe. Al principio no se fiaba nada de ella y no le entregaba del todo su corazón porque sabía que ésta quería descubrir el secreto de su fuerza. Muchas veces Dalila le preguntó dónde residía ese secreto y éste le contestaba cosas que no eran ciertas, la engañaba.
Pero un buen día, Dalila volvió a preguntarle una vez más: "Sansón, ¿dónde está el secreto de tu fuerza? ¿Por qué nunca me dices la verdad? ¿Es que no me quieres?"
Y esta vez Sansón se dejó vencer y le abrió su corazón: "Mi fuerza se encuentra en mi pelo, pues nunca me lo he cortado, ya que estoy consagrado a Dios. Si me rapasen, perdería toda mi fuerza y sería débil como el resto de los hombres".
Dalila comprendió que esta vez le había dicho toda la verdad y avisó a los filisteos. Mientras Sansón dormía, le cortaron las trenzas que llevaba. Una vez rapado, perdió toda su fuerza y fue apresado. Se burlaron de él y le dejaron ciego, mandándole moler grano en la cárcel.
Pasaron los años y Sansón fuer recuperando su fe y confianza en Dios, a la vez que le crecía nuevamente el pelo. Un buen día, los filisteos le sacaron de la cárcel para burlarse de él en una fiesta. Una vez allí, Sansón se apoyó contra las columnas del templo en el que se encontraban y, con su fuerza, las derribó.
Todo el templo se vino abajo, matándole a él y a todos los filisteos que allí estaban. Mientras derribaba las columnas, decía Sansón: "¡Muera yo con todos los filisteos!"
La historia de Sansón nos enseña que la fuerza del hombre proviene de la confianza y fidelidad que depositamos en Dios.
José era el hijo pequeño de Jacob cuando fue alejado de su padre y de su casa por sus hermanos.
Jacob tuvo 12 hijos y José hacía el número 11. Más tarde, nacería Benjamín.
Cuando José tenía 17 años, iba a cuidar el ganado con sus hermanos. Pero éstos le tenían envidia. ¿Por qué? Pues porque José era el hijo preferido de Jacob y eso no les gustaba nada.
A esto se sumó que José tuvo un sueño. Y se lo contó a sus hermanos:
"¡Estábamos en el campo, atando gavillas y vi que se levantaba mi gavilla y que se tenía en pie. Entonces todas las vuestras la rodeaban y se inclinaba ante la mía, adorándola".
Esto les sentó fatal a sus hermanos, que le dijeron, enfadados: "¡Ah! Y eso ¿qué significa? ¿Que vas a reinar sobre nosotros y dominarnos?"
Después, José tuvo otro sueño, que también les contó, esta vez junto a su padre: "He soñado que el sol, la luna y once estrellas me adoraban". A los hermanos les daba muchísima rabia que José tuviera esos sueños, pero a Jacob le daban qué pensar, y le decía: "¿Pero ese sueño, qué es? ¿Significa que vamos a postrarnos en tierra ante ti, yo, tu madre y tus hermanos?"
Un día, José fue a buscar a sus hermanos que estaban cuidando el ganado. Cuando los hermanos le vieron a lo lejos, se dijeron los unos a los otros: "Mirad, ahí viene el rey de los sueños. Vamos a matarle y a arrojarle a uno de estos pozos. Diremos que le ha devorado una fiera, ya veréis de qué le sirven esos sueños..."
Pero Rubén, el mayor, que oía estos, les dijo a los demás: "No, por favor. No vertáis sangre. Arrojadle si queréis a un pozo". (Quería, así, poder devolverlo a su padre). Cuando llegó José hasta donde estaban sus hermanos, le despojaron de su túnica y le tiraron a un pozo.
Después, se sentaron a comer y, en ese momento, vieron llegar una caravana de ismaelitas que se dirigían a Egipto. Y dijo Judá, uno de los hermanos: "¡Vamos a vendérselo a estos mercaderes!". Y así lo hicieron. Vendieron a José por veinte monedas de plata a los mercaderes. Rubén no había estado allí y cuando se dio cuenta de lo que había pasado, se enfadó muchísimo y se puso a la vez muy triste.
Los hermanos cogieron la túnica de José y la empaparon en sangre de cordero para después llevársela a Jacob y decirle que una fiera había devorado a su hijo.
Jacob lloró muchísimo por José. Guardó mucho tiempo duelo por su hijo y nadie fue capaz de consolarle.
Una vez en Egipto, José fue comprado por un señor llamado Putifar, ministro del faraón y jefe de la guardia egipcia, que le llevó a su casa. Como Dios protegía a José, éste fue prosperando en todo lo que había allí. Putifar veía esto y le iba cogiendo cariño, hasta depositar toda su confianza en él. Le hizo mayordomo de su hacienda, dejando en manos de José todo cuanto tenía: el campo, sus pertenencias...
Un día, la mujer de Putifar se acercó a José y le dijo, dulcemente: "Vente a vivir conmigo". José, que era un buen hombre, la rechazó porque era la mujer de otro y, encima, de alguien tan cercano como Putifar, que había confiado tanto en él: "Mi señor confía plenamente en mi -contestó José-, ha puesto en mis manos todo cuanto posee y soy la persona que más autoridad tiene en su casa. ¿Cómo voy a portarme tan mal con él y pecar contra Dios?". Sin embargo, la mujer de Putifar no se rendía y le preguntaba lo mismo día tras día. Y la respuesta siempre era igual; No.
Un día en el que no había nadie en casa, la mujer se acercó a José y, agarrándole del manto, le volvió a pedir lo mismo de siempre: "Vente a vivir conmigo". José no quiso permanecer ni un segundo a su lado y se marchó rápido, dejando su manto en manos de la mujer. La mujer, que estaba furiosa con él, se puso entonces a gritar: "¡Este hebreo ha querido hacerme daño y como yo he empezado a gritar, ha huido lejos de la casa!". Cuando llegó su marido, ella volvió a repetir la misma mentira sobre José. Putifar se enfadó muchísimo y encerró a José en la cárcel, donde había más presos del rey. Sin embargo, Dios no abandonaba nunca a José, y el jefe de la cárcel le cogió también cariño. En la cárcel se encontraban también el copero y el repostero del rey. Una noche, estos dos hombres soñaron cosas muy extrañas y al día siguiente, José les vio tristes y les preguntó qué les pasaba. Éstos le contaron lo que habían soñado y tanto les preocupaba. Le dijo el copero: "En mi sueño tenía delante de mi una vid con tres sarmientos que estaban echando brotes. Los brotes subían y florecían y maduraban sus racimos. Yo tenía en mis manos la copa del faraón, tomaba los racimos y los exprimía en la copa, y luego los ponía en sus manos".
José le contestó: "Pues la interpretación de tu sueño es que, dentro de tres días, el faraón te sacará de aquí y te volverá a dar el cargo de copero. Volverás a poner la copa del faraón en sus manos, como antes lo hacías. Cuando salgas, espero que te acuerdes de mí, que fui sacado a la fuerza de mi tierra y no he hecho nada para estar en la cárcel." Despues, le tocó el turno al repostero: "En mi sueño yo llevaba tres canastillas de pa blanco sobre mi cabeza. En la de arriba, llevaba toda clase de pastas para el faraón, y las aves se las comían todas". José, entristecido, le dijo: "Eso significa que, dentro de tres días, el faraón te mandará matar". A los tres días, las interpretaciones de José se cumplieron. El copero salió de la cárcel, pero no se volvió a acordar de José. Y pasaron los años... Una noche, el faraón soñó que estaba a orillas del río y veía subir de él dos vacas muy gorditas y hermosas, que pacían en la orilla. Pero entonces salían otras siete muy feas y flacas que se pusieron al lado de las hermosotas y se las comieron a todas. El faraón, entonces, se despertó, y al cabo de un rato volvió a dormirse. Soñó entonces que veía a siete espigas muy hermosas que salían de una caña de trigo, y detrás de ellas, salían otras siete muy feas y quemadas por el viento. Estas últimas devoraban las espigas hermosas. Al día siguiente, el faraón estaba muy preocupado por los sueños que había tenido, y llamó a todos los adivinos y sabios de Egipto. Pero nadie sabía interpretar aquellos sueños. Y entonces, el copero se acordó de José: "Ahora me acuerdo -le dijo al faraón-. Me había olvidado de José, aquel hombre que, en la cárcel, supo interpretar mi sueño y el del repostero. Se cumplió todo lo que él había dicho: yo fui restablecido en mi cargo y él fue condenado". Entonces, el faraón mandó llamar a José. Y éste salió de la cárcel y acudió ante el faraón. Una vez en su presencia, el faraón le dijo: "Me han hablado de ti y me han dicho que en cuanto oyes un sueño, sabes interpretar su significado".
José, entonces, le respondió: "El sueño del faraón es uno solo. Dios le dirá lo que ha de hacer. Las siete vacas gordas y las espigas hermosas son, en realidad, siete años de gran abundancia en toda la tierra de Egipto. Las siete vacas flacas y las espigas quemadas por el sol simbolizan siete años de sequía y hambre en el reino. El hecho de que el faraón haya tenido dos sueños similares seguidos significa que el suceso está firmemente decidido. El faraón deberá, pues, buscar a un hombre inteligente y sabio y ponerlo al frente de las tierras de Egipto. Durante los años de abundancia, deberá recogerse un quinto de la cosecha de la tierra para que sirva de reserva a los siete años de hambre que vendrán". Al faraón le gustaron mucho estas palabras y les dijo a sus cortesanos: "¿Sería posible encontrar a un hombre como este, lleno de espíritu de Dios?"
Y le dijo a José: "Si Dios te ha dado a conocer estas cosas, no hay persona más inteligente y sabia que tu. serás el hombre que gobierne mi casa. Mira, te pongo al mando de toda la tierra de Egipto".
Y entonces el faraón se quitó el anillo que llevaba y se lo dio a José; hizo que le pusieran vestiduras blancas de lino y un collar de oro al cuello. "Yo soy el faraón, y sin ti, José, no alzará nadie la mano en toda la tierra de Egipto", le dijo el faraón. Le dio por mujer a Asenet, hija de Putifar. Por entonces José tenía treinta años. Todo salió como José había dicho: hubo siete años de gran abundancia en los que se recogió muchísimo trigo para prevenir los futuros años de hambre. Y antes de que llegaran los años de sequía, josé tuvo dos hijos: Manasés y el segundo, Efraím. Cuando por fin llegaron los años de escasez, comenzó el pueblo de Egipto a pasar hambre. Pero entonces, José abrió los graneros donde se había almacenado todo el grano recogido durante los años de abundancia y de todas las tierras llegaban, pues había mucha hambre, a comprar trigo a José. En la tierra de Canán la gente pasaba hambre. Estaban viviendo los terribles años de sequía que José había predicho en los sueños del faraón de Egipto. En estas tierras, como os acordaréis, vivían Jacob y sus hijos, los hermanos de José. También ellos pasaban hambre, hasta tal punto que decidieron viajar a Egipto para conseguir trigo y así poder sobrevivir. De esta manera, partieron para Egipto diez de los hermanos de José (Zabulón, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Rubén, Simeón, Leví, Juda, Isacar), quedándose Benjamín, el más pequeño, con su padre. José era el encargado de vender el trigo en los grandes almacenes que tenía el faraón y reconoció a sus hermanos nada más verlos. Sin embargo, ellos no se dieron cuenta de que aquel hombre era José, y pensaban que era un hombre importante de la corte, así que se postraron ante él. José les preguntó: "¿De dónde venís?"
Y ellos le contestaron: "De la tierra de Canán. Venimos a comprar alimento". "No es verdad. Vosotros sois unos espías", les dijo José, aunque sabía que no era así. "No, señor. Somos gente buena, todos hermanos. Tenemos otro hermano más pequeño que se quedó en casa con nuestro padre, y teníamos otro más que murió. Créanos que sólo queremos comprar alimento. No somos espías...", replicaban ellos, asustados. "Pues, entonces -contestó José- os probaré. Se quedará uno de vosotros preso y el resto volverá junto a su padre. Llevad el trigo para que vuestras familias no pasen hambre, y volved con vuestro hermano menor". Antes de partir los hermanos, y sin que estos se dieran cuenta, José mandó meter el dinero de los sacos de trigo en cada uno de los sacos. Mientras regresaban a su tierra, al acampar por la noche, pudieron ver que tenían, en cada saco, el dinero del trigo. No se lo podían explicar. ¡Les habían devuelto el dinero! Cuando llegaron a su casa, le contaron todo a Jacob, su padre. Fue duro para él aceptar que Benjamín debía irse con ellos, pues ya había perdido una vez a José y no quería perder otro hijo. Pero vio que no quedaba más remedio. Y de nuevo volvieron los hermanos a Egipto. Cuando José les vio, se emocionó, porque quería y había echado mucho de menos a su familia. Les preguntó por su padre, se interesó por su salud, y les llenó los sacos de trigo con provisiones para el viaje de vuelta; y en el saco de Benjamín metió su propia copa de plata. Cuando ya se hubieron marchado, mandó ir a buscarles, acusándolos de que le habían robado la copa. Una vez en su presencia, los hermanos no daban crédito a lo que decía José: "Pero, señor, ¿cómo vamos nosotros a robarle nada? Seríamos incapaces de hacer semejante cosa". "Muy bien -contestó José- el que tenga la copa en su saco será en adelante mi esclavo". Cuando se descubrió que el saco de Benjamín tenía la copa, Judá se adelantó y le suplicó a José que le dejara a él quedarse como esclavo en vez de Benjamín, pues su padre sufriría mucho si perdiera a otro hijo. José, entonces, no pudo contenerse más y se dio a conocer a sus hermanos. "Yo soy José. ¿Está todavía vivo mi padre?"
Los hermanos no podían contestarle, pues estaban paralizado de terror ante tal confesión. Pero él les dijo: "Yo soy José, vuestro hermano, al que vendisteis como esclavo a Egipto. Pero no os preocupéis, porque Dios os ha traído hasta mi para que yo pueda dejaros a vuestra familia una tierra donde vivir y salvaros. Id con mi padre y decidle que su hijo José está vivo y que venga a vivir aquí, cerca de mi, con sus hijos y los hijos de sus hijos. Le daré las mejores tierras y no pasará más hambre". Y Jacob, con todos sus hijos, y éstos con sus familias, se trasladaron a vivir con José a Egipto.
Después de que Dios se llevara al profeta Elías, se quedó su discípulo, Eliseo, con los israelitas. Hizo muchos milagros, que eran en realidad gestos de Dios para confirmar al pueblo que aquél era el hombre que predicaba su Palabra.
Uno de los milagros que se narran en la Biblia nos recuerda mucho al milagro que hizo Jesús de la multiplicación de los panes y los peces. Era una mujer que se había quedado viuda. Tenía muchas deudas y ningún dinero, por lo que los acreedores iban a llevarse a sus hijos como esclavos por no pagar las deudas. Ella pidió ayuda a Eliseo, el hombre de Dios, y éste le dijo: "¿Qué tienes en tu casa?", y ella le contestó: "Nada más que una vasija de aceite".
"Pues vete a pedir fuera a todos los vecinos más vasijas pero vacías", le replicó Eliseo. Una vez hecho esto, le profeta le pidió que echase en todas las vasijas aceite.
El aceite se fue multiplicando y llenó todas las vasijas que había conseguido. Y el aceite se paró. Entonces la mujer fue a contárselo al hombre de Dios. Y Eliseo le dijo: "Vete a vender el aceite y con lo que saques paga las deudas que tienes y vive con tus hijos".
Un buen día, Eliseo pasaba con su siervo por Sunam, cerca del monte Tabor. Allí vivía un matrimonio rico que sabía que Eliseo era un hombre de Dios y por ello le invitaron a aceptr una habitación de su casa para que se hospedara. Eliseo que estaba muy agradecido por la hospitalidad del matrimonio, tras consultarlo con su siervo y ver que no tenían hijos, le dijo a la mujer: "El año que viene por estas fechas, abrazarás a un hijo". La mujer no se lo podía creer: "No, por favor, señor, no me engañéis". Y tal como predijo Eliseo, la mujer se quedó embarazada y tuvo un hijo.
El niño creció y un día estando en el campo con su padre sintió un fuerte dolor de cabeza y al poco rato murió en su casa. La mujer corrió a buscar a Eliseo. Sentía tanto dolor y tanta rabia que le dijo: "¡Yo no te pedí un hijo! ¿Por qué me engañaste?"
Entonces Eliseo, comprendiendo lo sucedido, le dijo que cogiera su bastón y lo colocara en el rostro del niño.
Así hicieron, pero no reaccionó. Entonces, Eliseo volvió a su casa y entró en la habitación del niño y allí le rezó al Señor. Después, como ya había hecho Elías con otro niño, se echó sobre él para que el niño fuera entrando en calor. Por fin, el niño abrió los jos y se levantó como si sólo hubiera estado dormido. Y Eliseo le dijo a su madre: "Aquí tienes a tu hijo".
Fuente: Alfa y Omega (Pequealfa)
NAAMÁN Y EL PROFETA ELISEO
Naamán era un general del ejército del rey sirio que gozaba de la estima y el favor de su señor, pero estaba enfermo de la piel.
La criada de su mujer dijo un día: "Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaría, pues él lo libraría de su enfermedad".
Esto llegó a oídos del rey que, como le apreciaba, quería que se curara. Y le dijo: "Ven, que te voy a dar una carta para el rey de Israel". En la carta, el rey de Siria le decía al rey de Israel que le enviaba a su general para que lo librase de su enfermedad.
Cuando el rey de Israel recibió la carta pensó que aquello era un reto que le imponía el rey de Siria para declararle la guerra, porque lo que le pedía era algo que él no podía y no sabía cómo hacer.
El profeta Eliseo se enteró, fue al rey de Israel y le dijo: "Que venga a mi y verá entonces que hay iun profeta en Israel".
Eliseo mandó decir a Naamán que se lavara siete veces en el río Jordán y así su piel quedaría limpia. Naamán se decepciona, pu es le parece demasiado sencillo. "Además -dijo- los ríos de mi tierra ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? ¿No me podría bañar en ellos y quedar limpio?"
Pero sus servidores le dijeron: "Señor, si el profeta te hubiera pedido algo realmente difícil, lo hubieras hecho. Sin embargo, sólo te pide que te bañes en el río... ¿Por qué no cumplirlo?"
Naamán, entonces, obedeció y su piel quedó totalmente limpia, como la de un niño.
El general sirio se humilló entonces ante Eliseo y se convirtió diciendo: "Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. En adelante, este servidor, no ofrecerá más sacrificios que no sean al Dios de Israel".