Jeremías nació en Anator, a cinco kilómetros de Jerusalén, y siendo muy joven es llamado por Dios para convertirse en profeta, el que habla en nombre de Dios. Es tan joven que le pide a Dios que le deje llevar una vida normal y no le haga profeta.
Dios le reconforta prometiéndole que estará siempre a su lado. Se dedica así a echar en cara al pueblo de Israel el haber traicionado a Dios. No basta con ofrecer sacrificios en el templo si después se olvidan los mandamientos y la caridad con los desfavorecidos.
Les pide a los israelitas que se conviertan; si no, un ejército del norte les destruirá. Los israelitas no obedecen y, como signo de lo que sucederá, Jeremías renuncia a casarse y a tener una familia para que sus hijos no sean asesinados en la guerra ni mueran de hambre.
Nabucodonosor, rey de Babilonia, se presentó ante Jerusalén con todo su ejército. El rey de los judíos, Sedecías, le pide que realice un prodigio y aleje al enemigo. Jeremías responde que Jerusalén será destruida y los judíos esclavizados.
Ante esto, el jefe de la guardia del templo manda azotar a Jeremías y le deja durante un día y una noche encadenado junto a una de las puertas de Jerusalén, para que todo el mundo le vea. Pero ni aún así Jeremías deja de profetizar.
Le toman por un traidor y es encerrado en una cárcel inmunda. Pero en medio de todo esto, da una señal de esperanza, compra un campo y le pide a su secretario Baruc que entierre el contrato en una vasija para cuando todos vuelvan.
Finalmente, Jerusalén y su templo fueron destruidos. Los judíos, deportados a Babilonia donde, como Jeremías había predicho, se pasaron 70 años. Algunos salmos de la Biblia hablan de cómo lloraban los judíos junto a los ríos de Babilonia, recordando Jerusalén.
La fama de Jeremías creció con el tiempo y sus profecías se confirmaron. Cuando Jesús preguntó a sus discípulos quién decía la gente que era él, le respondieron: "Algunos dicen que Juan Bautista, otros que el profeta Elías, otros que Jeremías...".