Cuando Jesús estaba entrando en la ciudad de Cafarnaún, se le acercó un centurión para hacerle una súplica. El título de centurión se daba a un oficial del ejército romano que mandaba unos cien legionarios, los soldados romanos.
Aunque se trataba de un soldado del ejército extranjero que había ocupado la tierra de Jesús, el centurión no dudó en acercarse y suplicarle a Jesús: "Señor, mi siervo esté en casa paralítico y sufre terriblemente".
En seguida, Jesús le dijo que iría a su casa y curaría a su siervo. Para un judío entrar en la casa de una persona no judía equivalía a "mancharse". Por lo que la respuesta de Jesús debió escandalizar a quienes le escuchaban.
El centurión, sin embargo, le dijo unas palabras tan hermosas que, modificadas, han pasado a formar parte de la Misa: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para curar a mi siervo".
Y le explicó a Jesús: "Por que yo, como soldado estoy sometido a órdenes, y también tengo a soldados a mis órdenes, y le digo a uno: ve y va, y a otro: ven y viene, y a mi siervo: haz esto y lo hace".
Jesús quedó maravillado por la fe del centurión, que sabía que Jesús podía curar a su siervo con solo pronunciar una palabra y dijo a los que le seguían: "En verdad os digo que no he encontrado a nadie en Israel con tanta fe".
Y añadió: "Vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa con Abrahám, Isaac y Jacob en el reino de los cielos". Con esto se refería a que muchos no judíos, entre los que estamos nosotros, aceptarían la Buena Nueva.
Dirigiéndose al centurión, Jesús le dijo: "Vete a casa y que se haga como has creído". Y en ese mismo momento el siervo quedó sano. El centurión se convirtió en un ejemplo de la verdadera fe en Jesús, Hijo de Dios.
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